Que las mismas sogas sujetas por las mismas manos, duras y callosas, que un día bajaron a la tumba el ataúd adonde alguien depositó lo que de uno quedaba, y a partir del momento en que el reló, loco, se puso a girar a contrasentido, tiren con fuerza y lo saquen de la fosa.
Y luego, o, mejor dicho, antes, quiten de la nariz los tapones de algodón que el forense colocó en prevención de que líquidos inoportunos asomaran y echasen a perder la dulce espera del velatorio.
Y que el bisturí que el mismo médico usó en la autopsia selle la carne y la piel de cera, deshaciendo el camino que va desde el ombligo hasta la garganta.
Y aquellos que, esforzados en vano, golpearon el pecho y soplaron la boca, lleguen a ver, antes de desistir del esfuerzo inútil, que dan la vida, sin percibir que no se va sino que vuelve.
Y que la tierra gire a la contra, y que el sol salga por la tarde por occidente y se ponga de mañana por oriente. Y que los días, los meses y los años, y los ríos y los torrentes, discurran hacía atrás. Y la lluvia suba al cielo, a las nubes. Y los trenes absorban el humo. Y que no se entiendan las palabras de los hombres y de las mujeres y de los niños, porque aquéllas entran en las bocas, no salen de ellas.
Y que la pesada carga que representa la memoria, los recuerdos, los malos pero también los buenos, se vaya quedando por el camino a medida en que los hechos se dejan de producir.
Y que la energía que se fue perdiendo, de a poco, sin darse cuenta apenas, vuelva también de la misma forma. Pero, también, perder los miedos, las dudas, los sinsabores, las experiencias, los amores y los desamores, y ganar otros, más primarios, más sencillos.
Y, recuperados los días y los meses y los años, al cabo del tiempo, volver al seno materno, cálido y acogedor; y en él, a salvo de todos los peligros, simplemente, desaparecer, y que no haya huella ni recuerdo alguno.