Ese día nos conocimos.
Tu voz fue de las últimas que, en el contestador, había respondido a mi llamada con una descripción muy somera que se refería solo a tu edad, 27 años, tu estado civil, separada, y tu situación familiar, dos niñas.
No recuerdo por qué circunstancias la cita se retrasó hasta ese día. Fue en la cafetería Alameda, en el paseo de Recoletos, a mediodía. Entré, y pasé una mirada rápida entre la cantidad de gente que llenaba el local a esa hora, buscándote. Te vi y no reconocí en ti tu descripción física que me habías hecho por teléfono y te seguí buscando.
Apareciste de pronto detrás de mí, sonriendo y saludándome, pues tú si estabas segura de que era yo con quien te habías citado para conocernos personalmente. Vestías una blusa oscura sin mangas, falda larga hasta los tobillos y zapatos sin tacón. Eras muy alta, sorprendentemente alta.
A partir de ahí comenzamos a salir juntos, bien solos o bien con las niñas. Recuerdo una noche que en un parque me dijiste que era raro; sí, lo era y lo sigo siendo. También recuerdo como si fuera hoy aquella tarde del mes de julio, en tu casa, con un calor casi insoportable, en que fui a colocar un bombilla en el pasillo y alguna otra cosa más. Recuerdo cómo vestías y que comentaste lo necesario que era tener un hombre en casa para esos menesteres.
Pero sobre todo recuerdo nuestro primer beso al despedirnos una noche, antes de salir de tu coche. La cálida humedad y el sabor de tu boca, la forma en que tus labios envolvieron los míos, y cómo se rozaron nuestras lenguas. Mi sexo respondió con un latigazo, lo que provocó que saliera del coche con una postura extraña para que tú no lo advirtieras.
Recuerdo esas tardes de sábado que vinieron después, sin niñas. Plenas de sexo y de ternura, de sopor y de sueño. Tardes en que no necesitábamos nada de lo que estuviera fuera de ese mundo, tuyo y mío exclusivamente, que nos fabricábamos en la cama. Y después de más sexo, llegaba la noche y nos dormíamos y dejábamos que amaneciera plácidamente el domingo.
Ahí, a partir de ahí, me enseñaste a amarte. Y el amor penetró en mí, si no en mi alma, que no tengo noción de poseer, sí en mi cuerpo. ¿Por dónde entró? ¿Tal vez por mis ojos al mirar los tuyos ligeramente almendrados?¿Por la nariz al respirar el olor de tu cuello?¿Por la boca al besar la tuya? No lo sé. Pero sí sé que se introdujo y, despacio, inundó mis venas y mis nervios y llegó hasta el último rincón más escondido.
Y ahí sigue, viviendo en mí. Él me da fuerzas todas las mañanas. Da las órdenes necesarias para que mi corazón lata, para que mi pecho se hinche de aire y respire, para que mis músculos se contraigan y distiendan y, simplemente, me mueva. Él es quien me gobierna.